Crítica cinematográfica de un documental que desentraña los ecos perdidos de una sonata silenciada
Por Carmen Viveros Celín
En el documental “Ana Rosa”, la directora Catalina Villar, afincada en Francia desde hace cuatro décadas, vuelve a Colombia a desocupar -junto a sus hermanos- el apartamento de sus padres en Bogotá. Olvidado en el fondo de un cajón encuentra una tarjeta de identidad de su abuela paterna, Ana Rosa Gaviria, pianista nacida el 27 de abril de 1904, quien sufrió (fue víctima de) una lobotomía a inicios de la década de los años cincuenta, irónicamente en la misma época en la que en Colombia las mujeres conquistaron el derecho al voto (1957), esa en la que “ellas empezaban a decidir su destino”, en palabras de la propia directora.
El documental rescata del olvido y reivindica la identidad de Ana Rosa, su nombre propio, su memoria y su cuerpo. Una mujer cuyos comportamientos fueron catalogados por el protocolo científico de ese momento como no acordes con la norma social de lo que se esperaba de una mujer, madre y esposa. Ante los cuales se impuso, como tratamiento médico, el procedimiento quirúrgico de la lobotomía, importado del norte global en un contexto de total indiferencia a los derechos humanos y a los derechos de las mujeres.
La lobotomía utilizaba un elemento corto punzante para desconectar neuronalmente el lóbulo frontal del resto del cerebro como mecanismo para volver a las personas más dóciles y obedientes. El 85% de los pacientes sometidos a una lobotomía fueron mujeres, bajo el consentimiento del personal médico y el círculo familiar.
Entre las pocas cosas que se conservan de Ana Rosa, está un libro de sonatas de Beethoven firmado por ella en los años cincuenta. En el compendio falta la partitura correspondiente a la sonata “La patética”, la preferida de Ana Rosa. Pieza ubicada entre las primeras obras compuestas por el músico en 1795 a la edad de 13 años, en las que, según los expertos, se distinguen los rasgos de su pensamiento artístico y de la libertad que se toma respecto a las normas establecidas por la música de la época, así como su espíritu autocrítico y trasgresor.
Una mujer, un piano y una sonata acompañan la historia de Ana Rosa según la versión de su nieta Catalina. De la misma manera en que la interpretación musical convierte los símbolos crípticos del pentagrama en tonos, ritmos y armonías, la directora transforma el silencio y el olvido, rastrea las huellas borradas, reconstruye y resignifica (reinterpreta) el relato familiar. Uno en el que Ana Rosa, esta vez, es visible, posee un nombre, un cuerpo y una biografía que, si bien por momentos parece desdibujarse, se impone gracias al gran trabajo de investigación y entrevistas a expertos y los pocos miembros de la familia aún vivos. De dicho proceso emerge, con contundencia, no solo la historia de Ana Rosa, sino también, la historia de la lobotomía en Colombia, gracias a la utilización de un valioso material de archivo documental y audiovisual.
Al tiempo que plantea reflexiones y preguntas, muchas preguntas, Villar cuestiona la verdad de todos esos “relatos míticos” construidos a conveniencia por las instituciones y la fuerza casi siempre implacable de la Historia, de lo que no se escapa ni la ciencia. Dos generaciones después, Catalina, la nieta de Ana Rosa, denuncia simbólicamente no solo las razones por las que fueron truncados los vínculos neuronales en el cuerpo de su abuela sino que también reinterpreta las sonatas, la familiar, social y científica, para ejecutar con manos de cirujana, con extremo cuidado y respeto, un sonido renovado. El sonido de una generación de mujeres sobreviviente a las anteriores.
Ponte en contacto con la autora: carmenviveroscelin@gmail.com
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